Este verano viajé a Nueva York, la ciudad de los rascacielos, la jungla de asfalto. El New York, New York de Frank Sinatra, de Sex in the city, de los super-héroes. También el NY de los "tristes sucesos" de Neruda. Lorca advertía que "la aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas". Los que habían ejercido de turistas previamente, me dijeron que podía comprar ropa muy barata de marca registrada y me recomendaron que fuera con una maleta vacía. También me dijeron que la gente era muy amable, que caminaría millas y pesaría en libras, que el cambio nos favorece y que Manhattan es impresionante. Y así fuimos, camino a Boston, a la casa más bonita que he visto "in all my life" a conocer a las personas que se convertirían, sin lugar a dudas, en lo mejor de mi particular "american beauty". Tengo que agradecer el calor recibido en North Easton y, más tarde, en Newark por nuestra intrépida anfitriona medio neoyorkina, medio española. Gracias a ellos hemos podido relajarnos para observar, oler, escuchar y sentir la vida de una parte de Estados Unidos.
Si digo que en la llegada a NY descubrí una ciudad preciosa, mentiría. Llegamos en el tren desde Boston, al atardecer y, a través de cenagales, se divisaba una ciudad espectral coronada por el Empire State. Fuimos recibidos en un oscuro túnel donde la temperatura podría alcanzar los 50ºC y la llegada a Newark fue regada por un cielo que lloraba gotas del tamaño de pelotas de ping-pong y relámpagos que anunciaban la furia de la City. Más tarde, calmada la natura, el Empire State nos esperaba para hacer realidad el imaginario que ya tenemos de NY. Que yo ya conocía el edificio Chrysler, ya conocía Liberty Island, yo ya había visto esta ciudad tantas veces en cine, en TV, en fotos. Reconocía ávida esta imagen de alturas imposibles, de luces y cielo muerto. Ahí estaba el NY impresionante, impactante... Después, abajo, todo fue ruido y caminar, caminar, caminar por la quinta avenida, por la sexta, por las calles, Broadway, el puente de Brooklyn (lo terminaremos en otra ocasión). Con nuestra anfitriona todo fue fácil. Ella, que se ha recorrido casi cada calle de la mega-ciudad, conoce dónde, cómo y cuándo.
Descubrí que las desigualdades pueden ser verticales: en el ático, planta 75, un multimillonario agita su martini rodeado de plantas y risas; en la planta baja, una mujer desposeida duerme en el cajero del banco. El Olympo de los dioses existe en NY, pero el infierno está en sus calles.
Después de esta enriquecedora experiencia de Little Italy, Chinatown, Soho y MOMA, volvimos a la casa que casi hemos hecho nuestra en North Easton y de ahí al condominio de alta densidad donde habito, escribo, leo y pienso...
Por cierto, no llegué a encontrar la ropa barata... me quedo con Wrentham Village.
Si digo que en la llegada a NY descubrí una ciudad preciosa, mentiría. Llegamos en el tren desde Boston, al atardecer y, a través de cenagales, se divisaba una ciudad espectral coronada por el Empire State. Fuimos recibidos en un oscuro túnel donde la temperatura podría alcanzar los 50ºC y la llegada a Newark fue regada por un cielo que lloraba gotas del tamaño de pelotas de ping-pong y relámpagos que anunciaban la furia de la City. Más tarde, calmada la natura, el Empire State nos esperaba para hacer realidad el imaginario que ya tenemos de NY. Que yo ya conocía el edificio Chrysler, ya conocía Liberty Island, yo ya había visto esta ciudad tantas veces en cine, en TV, en fotos. Reconocía ávida esta imagen de alturas imposibles, de luces y cielo muerto. Ahí estaba el NY impresionante, impactante... Después, abajo, todo fue ruido y caminar, caminar, caminar por la quinta avenida, por la sexta, por las calles, Broadway, el puente de Brooklyn (lo terminaremos en otra ocasión). Con nuestra anfitriona todo fue fácil. Ella, que se ha recorrido casi cada calle de la mega-ciudad, conoce dónde, cómo y cuándo.
Descubrí que las desigualdades pueden ser verticales: en el ático, planta 75, un multimillonario agita su martini rodeado de plantas y risas; en la planta baja, una mujer desposeida duerme en el cajero del banco. El Olympo de los dioses existe en NY, pero el infierno está en sus calles.
Después de esta enriquecedora experiencia de Little Italy, Chinatown, Soho y MOMA, volvimos a la casa que casi hemos hecho nuestra en North Easton y de ahí al condominio de alta densidad donde habito, escribo, leo y pienso...
Por cierto, no llegué a encontrar la ropa barata... me quedo con Wrentham Village.
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